Notas para un testimonio: Ciudad Universitaria, San Salvador, 30 de julio de 1975
1. Generalidades sobre El Salvador y el movimiento de masas
2. Aproximaciones a la Universidad de El Salvador y la lucha social
3. La masacre de estudiantes del 30 de julio de 1975: un testimonio
I. Generalidades sobre El Salvador y el movimiento de masas
El Salvador es el país más pequeño, territorialmente hablando, de América Latina; uno de los más densamente poblados a principios del siglo XXI. Sus 21 mil kilómetros cuadrados abrigan a 6 millones y medio de habitantes. Más de 300 habitantes por kilómetro cuadrado.
El Salvador, ubicado en América Central y conservando sus tradicionales características de reducido territorio, alta densidad de población y alta concentración de la riqueza, saltó a las noticias mundiales en la década del 80 del siglo XX, cuando se generalizó la guerra civil. Fue todo un caso de estudio y una experiencia muy singular. ¿Cómo pudo surgir y desarrollarse un movimiento guerrillero en un país densamente poblado, sin montañas?. Era explicable la permanencia de la guerrilla más vieja de América Latina porque Colombia tiene tierras vírgenes en donde El Salvador cabe varias veces. Y en la única revolución triunfante y socialista del hemisferio occidental y que permanece hasta la fecha en América Latina y el Caribe, la de Cuba, el papel de “la montaña” para la victoria de la guerrilla fue crucial: en la Sierra Maestra se inició, potencializó y consolidó el movimiento guerrillero que después tomó las ciudades. La Revolución Sandinista, que triunfó en América Central derrocando la dictadura de Anastasio Somoza, tuvo su cuerpo guerrillero protegido en inmensas extensiones de inhóspita selva.
De manera que en El Salvador la extensión territorial reducida y alta densidad de población determinaron el surgimiento de un movimiento guerrillero con alto contenido urbano y suburbano, conectado en lo rural con grandes segmentos del movimiento campesino. No se quiere decir que “la montaña” no tuvo un papel importante en el transcurso de la guerra en El Salvador, lo que se quiere señalar es que “los cerros”, como se dice en El Salvador, no tuvieron la misma función de inaccesibilidad y cobertura que tuvieron en otras experiencias guerrilleras. En El Salvador no se podía ni siquiera pensar en un movimiento guerrillero que no estuviera fundido con la masa desde sus inicios. Y fue inusitado el crecimiento del movimiento guerrillero en un país pequeño en donde el Ejército podía llegar a cualquier punto geográfico en cuestión de un par de horas.
En El Salvador se sustituyó la selva por la masa soaial. La masa, el conjunto de habitantes empobrecidos en el campo y la ciudad se convirtieron en el refugio, el alimento, los ojos y oídos, el cuerpo social del cerebro revolucionario, el bosque y los árboles en que se desenvolvía la guerrilla. Por eso la experiencia del movimiento de masas en El Salvador es muy particular: es un movimiento de masas fundido con el movimiento insurgente de una manera muy estrecha; y esto es determinante para un movimiento guerrillero, tanto, que algunos analistas señalan que fue el vacío de apoyo social lo que hizo que la experiencia del Ché Guevara en Bolivia no fuera victoriosa.
En El Salvador de la década del 80 prácticamente se libraba un combate social mortal cuerpo a cuerpo todos los días. Una masa de civiles desarmados o armados con grandes desventajas que adquiría firmeza en la confrontación por la estructura ósea de la guerrilla. La masa civil convivía y luchaba con experimentados y crueles organismos militares y paramilitares entrenados y especializados en la represión durante más de medio siglo con la asistencia de la potencia más grande del planeta. En El Salvador de la década del 70 existía toda una organización nacional fogueada en la represión militar durante más de cinco décadas de “moderna” dictadura militar: Ejército, Guardia Nacional, Policía Nacional, Policía de Hacienda y organizaciones paramilitares legales como la Organización Democrática Nacionalista, ORDEN o ilegales como la Mano Blanca o los fatídicos Escuadrones de la Muerte. A este aparato militar y para militar le hacían frente cinco organizaciones guerrilleras que posteriormente se fundieron organizando el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, FMLN. El nombre del “Frente” está inspirado en Farabundo Martí líder movimiento revolucionario fusilado después de la derrota de la insurrección de 1932 en El Salvador. Farabundo Martí fue estudiante de Derecho en la Universidad de El Salvador y también Secretario de Augusto César Sandino, el líder revolucionario de Nicaragua.
La desproporción de la lucha militar en El Salvador de las décadas del 70 y del 80 del siglo XX era obvia: un cuerpo militar oficial de cerca de 30 mil efectivos aproximadamente, aparte de los paramilitares contra organizaciones guerrilleras que en el mejor de los casos tenían unos 3 mil militantes. Pero estas organizaciones guerrilleras se pudieron desarrollar gracias a su vínculo con la masa social. El movimiento de masas y el movimiento guerrillero no eran lo mismo pero estaban relacionados en el proceso de oposición al régimen, diferenciadas pero complementadas la lucha militar guerrillera y la lucha civil de masas. Y al interior las organizaciones de masas se ramificaban por sectores sociales: los estudiantes de secundaria, los estudiantes universitarios, los campesinos, los obreros, el magisterio, los profesores universitarios, las cooperativas y otros. Estas organizaciones de masas incidían individual o asociadamente en la conducción de los procesos de lucha social: desde huelgas y reclamos legales hasta demostraciones, manifestaciones y violencia de calle. La energía social de estos movimientos de masas, tenía como combustible la injusticia en la distribución de la riqueza, eran sectores empobrecidos o en proceso de empobrecimiento.
Hay que recordar que El Salvador ha sido un país en donde tradicionalmente ha existido una de las más altas concentraciones del ingreso en América Latina, ya reconocida por la gravedad de la disparidad social. En El Salvador, el Censo de Población de 1930, por ejemplo, recopilaba el sorprendente dato de la concentración de medios de producción: el 8% del millón y medio de habitantes de la época era propietario de medios de producción y el 92% de la población pertenecía a la clase de los deposeídos de medios de producción. Fue el único censo, que registró esta división de acuerdo a la posesión de medios de producción. Esta situación de polarización social se ha conservado en El Salvador; para la década del 80, se había agudizado, pasando de las luchas por reivindicaciones puramente económicas y sociales a la desobediencia civil y posteriormente a la lucha militar con el surgimiento sistemático de la guerrilla a principios de la década del 70. La guerrilla se transformó de grupos guerrilleros dispersos en agrupaciones político-militares que tuvieron capacidad de sostener una guerra civil generalizada en la década del 80. Era resultante de la lucha social y política que originó el proceso de industrialización de la década del 60 y del 70: más obreros empobrecidos, más campesinos sin tierra, más profesionales con bajos salarios, más empresarios marginados y quebrados por las grandes empresas y concentración de tierras que pertenecen a las periodísticamente acuñadas 14 familias.
La masacre de estudiantes universitarios el 30 de julio de 1975 en El Salvador es uno de los episodios destacados de la lucha del movimiento de masas.
II. La Universidad de El Salvador y la lucha social
El amanecer del 30 de julio de 1975 en El Salvador fue socialmente tenso. Parecía que todo ciudadano respiraba un aire pesado, con olor a muerte y a futuro. La sociedad estaba informada por los medios de comunicación de masas (radio, prensa, televisión) y por la experiencia de la represión pasada y presente de una dictadura militar que tenía casi medio siglo, que algo grave ocurriría en la Universidad de El Salvador.
Desde el sofocamiento de la insurrección de campesinos, indígenas y proletarios del campo y la ciudad en 1932 que contabilizó cerca de 30 mil muertos, el país había vivido siempre bajo una dictadura militar, que abiertamente ejercía por turnos de graduados en la Escuela Militar y por golpes de Estado, la alternancia en el poder gubernamental. Cerradas las vías de la expresión democrática, la sociedad en su conjunto encontraba en la única Universidad del país una forma de respirar aires de democracia, inmersa en el asfixiante mundo represivo.
La Universidad de El Salvador acogía el pensamiento y la práctica democrática, en contra de la dictadura y era una Institución que tenía toda una tradición de lucha. Fundada en 1847, la primera reforma de la Universidad fue realizada en contra del clero tradicional por el prócer nacional Capitán General Gerardo Barrios quien introdujo el laicismo en la enseñanza; desde entonces la Universidad de El Salvador ha tenido una convulsa evolución en la que institucionalmente han predominado posiciones liberales y de izquierda, pese a cortos períodos de dominio conservador y de derecha. En el seno de la Universidad se gestaron las luchas contra el incremento de pasajes en tranvías y se formaron académicamente líderes de la insurrección del 32, como Martí, Luna y Zapata hasta líderes del movimiento guerrillero que se desarrolló a principios de la década del 70, como los estudiantes de Economía Felipe Peña Mendoza y de Sociología Rafael Arce Zablah.
La Universidad de El Salvador había sido una especie de “conciencia crítica” de sucesivos gobiernos dictatoriales militares y sus estudiantes principalmente, participaban de muchas formas en la crítica del “status quo”: los estudiantes hacían “desfiles bufos” en los que se ridiculizaban a los gobernantes de turno y que eran una especie de “fiestas populares”; participaban en el apoyo jurídico y solidario en huelgas y demostraciones en contra del Gobierno.
En la UES, se respetaba y se acogía a la “gente de izquierda”, a marxistas y progresistas y a los pobres que deambulaban en su campus buscando protección política, económica y jurídica. Naturalmente, como Institución del Estado la Universidad acogía a todas las corrientes de pensamiento y acción pero en su seno ha predominado el pensamiento de izquierda. Por su inclinación hacia corrientes de pensamiento social progresista la UES ya había sufrido una intervención militar en 1972; entre los pasajes oscuros o mejor dicho claros de lo que significa una intervención militar en una Universidad, hay que recordar que se ocasionó una especie de “reparto del botín de guerra” que constituyó un abierto saqueo sistemático de los equipos e instalaciones, se vendían incluso en los alrededores de la misma Universidad, libros, máquinas de escribir, equipos de laboratorios, vidrios y ventanas. Como parte de la intervención militar en 1972, fueron capturados y enviados al exilio en la Nicaragua del dictador Anastasio Somoza las autoridades progresistas de la Universidad encabezadas por su Rector, el economista Rafael Menjívar, posteriormente fueron acogidos por la fraternal Costa Rica. Después de la intervención militar del campus de la Universidad en 1972, se inició una nueva etapa de persecución por parte de la dictadura contra dirigentes políticos, entre los que se contaban profesores universitarios, además de estudiantes. Cuando el campus militarizado fue abierto nuevamente, se encomendó la dirección a profesionales adeptos a la dictadura militar agrupados en el llamado Consejo de Administración Provisional de la Universidad de El Salvador, CAPUES.
La intervención militar de la UES se interpretó por vastos sectores de la población como un agravio al honor nacional. Se radicalizó el accionar estudiantil en contra del aparato interventor. La furia estudiantil no era sino una de las manifestaciones de la furia social. El movimiento campesino, de maestros, los obreros y sus sindicatos, radicalizaba sus formas de lucha debido a la agobiante situación de pobreza en que culminaron años de exclusión social impulsados al calor de la industrialización de la década del 60. Era una “ola roja” creciente, devastadora, del movimiento popular, y en ella se encontraba inmerso el movimiento estudiantil universitario.
III. La masacre de estudiantes universitarios: un testimonio
Días antes del 30 de julio de 1975, el Gobierno y especialmente el Ministerio de Defensa habían estado advirtiendo por la prensa radial, escrita y televisada del país, que la anunciada marcha de estudiantes universitarios programada para ése día no debería realizarse y que “actuarían con todo el peso de la ley en contra de toda alteración del orden público”. Esto se decía siempre que se anunciaba una represión usualmente sangrienta…pero el 30 de julio esas palabras sonaban especialmente fatídicas, probablemente porque era evidente el grado de confrontación masiva que se avecinaba.
Un helicóptero militar sobrevolaba el campus de la UES. Abajo, los preparativos para la marcha eran febriles. Entrando la tarde se inició la convocatoria por medio de los parlantes instalados en las azoteas de algunos de los principales edificios del campus, por los megáfonos que portaban los encargados de la agitación e invitaciones a gritos a formar las filas de la marcha. Mantas y pancartas aparecieron. Dos filas de uno en fondo bordeando las aceras y en el centro de la calle decenas de mantas y pancartas colgadas de centenares de manos, denunciando los atropellos y represiones de la dictadura militar. Distribución de volantes, como quien suelta millares de palomas mensajeras de un solo golpe. Gradualmente, muchos estudiantes con un nudo en la garganta, un vacío en el estómago y un rostro de piedra que reflejaba indignación se fueron incorporando a la marcha. A los ojos de los tripulantes del helicóptero debimos parecernos a una concentración de las hormigas llamadas “marabuntas”, solamente que en la selva salvadoreña, plagada de gorilas. Se notaba que la gran mayoría de la gente que participaba “sacaba fuerzas de flaqueza”, éramos civiles contra militares y los militares ya habían anunciado que usarían su armamento para impedir la marcha estudiantil. No se les pagaba por participar a los manifestantes, el pago podría ser la muerte, una apaleada, la comidilla intensa que invade ojos, oídos, nariz y garganta al aspirar el gas lacrimógeno o por lo menos la angustia eterna de quedar fichado por algún “oreja” o soplón infiltrado que remitiría la información a los fatídicos “escuadrones de la muerte”.
La pureza juvenil tenía uno de sus mejores momentos de expresión como fuerza física, succionando fuerzas de los más puros y nobles sentimientos de justicia de la masa universitaria que se manifestaba en contra del gobierno. Creo que todos sentíamos que nos integrábamos a una marcha de protesta, con la muerte caminando y gritando a nuestro lado. Nadie esperaba premios ni estatuas por ello; el mejor premio era la confianza en que cada familia y amigos comprenderían los justos motivos del sufrimiento que ocasionaría la pérdida de un ser estimado y amado. En ese momento toda la educación familiar y moral de cada manifestante se materializaba: cada manifestante sentía que paso en la marcha era una reafirmación de altos valores de respeto al trabajo, honestidad y justicia y la entereza moral para defenderlos y difundirlos. Seguramente estos fueron los últimos pensamientos que tuvieron los compañeros y compañeras que dolorosamente murieron o “desaparecieron” durante la represión que conllevó la marcha. Ahora comprendemos como es que se muere sin morir, pues las fecundas vidas que fueron segadas el 30 de julio de 1975 verdaderamente se reencarnaron en la vida la Universidad de El Salvador y en el proceso democrático del país.
A los gritos colectivos de “únete” muchos estudiantes, profesores y gente que observaba la marcha se fueron incorporando. Al pasar por el edificio de la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales, vi a un conocido político de izquierda ahora en la palestra nacional, solamente observándonos. No sé si él se incorporó después, pero en ése momento sentí una consecuente superioridad y la actitud de observador de él me dió más fuerzas para seguir en la marcha.
La tensa algarabía de la marcha, gritando consignas y canciones de crítica al Gobierno, hacía menos pesado el atardecer. Se nos parecía a un festejo por la consecuencia con que la Universidad de El Salvador, ha defendido, defiende y defenderá la justicia y la democracia. La tensión aumentaba en la misma proporción en que nos alejábamos de la ciudad universitaria, nuestro refugio moral, intelectual y material. La sección de la marcha en que yo iba, ya había recorrido un considerable trecho desde el campus de la Universidad, saliendo por la “entrada de Derecho” y bordeando la Escuela España, y luego doblando sobre la 25 Avenida Norte, hasta cerca de la Fuente Luminosa.
El río humano, comenzó a estancarse. Corrientes de personas integradas a la marcha, empezaron a seguir la dirección opuesta, un signo inequívoco del peligro de la represión militar en los tramos siguientes de la ruta. Muchos decidimos continuar el rumbo de la marcha. Probablemente sentíamos que una coraza de nuestra resuelta lucha por la dignidad, nos protegía de las fricciones entre personas que se quedaban observando y otras que iniciaban un pausado o presuroso retiro. Nos fuimos acercando hasta llegar a la altura de la entrada del Externado de San José, el distinguido colegio de Jesuitas en donde recibió educación por un tiempo, el poeta nacional Roque Dalton.
Yo pude divisar, desde ahí, un manto verde de uniformes militares, tendido una media cuadra enfrente del Hospital Rosales. No distinguí a esa distancia si eran soldados o Guardias Nacionales. El temor civil era especialmente punzante cuando se trataba de Guardias Nacionales. La Guardia Nacional era un cuerpo selecto de represión fogueado en el “mantenimiento del orden en el campo”, adquirió un gran desarrollo después de la represión de 1932. Autoritarios y arbitrarios...la gente decía con humor negro que los guardias nacionales mataban primero y después preguntaban, expertos en golpes y tiros, iniciaban capturas hasta por malas miradas y dudaban de todo ciudadano; a falta de “esposas” ataban los dedos pulgares de los campesinos y civiles detenidos con “cordeles” o pitas hasta que los dedos se pusieran morados. La Guardia Nacional era más temida que el mismo Ejército, pues estaban físicamente y moralmente preparados y seleccionados para reprimir de la manera más cruel e insensible. Este cuerpo de represión desapareció con los Acuerdos de Paz firmados en 1992.
Al observar el tapón verde bloqueando la ruta anunciada de la marcha estudiantil la masa manifestante frenó. En la punta la marcha comenzó a convertirse en un gran racimo de gente, que se desgajaba poco a poco y buscaba otras salidas. Y un grupo desvió la ruta, en el llamado “paso a dos niveles” enfrente del edificio del Instituto Salvadoreño del Seguro Social, ISSS. Pero fue ineludible el choque pues los militares también bloquearon la ruta alternativa que siguió la marcha.
“Mantengámonos unidos” gritaba un profesor universitario en la bifurcación del paso a dos niveles, agitando las manos para animar a los indecisos a unirse con el grupo que iba a la cabeza de la marcha y que se encontraba aislado enfrente de los soldados. “No dejemos solos a los compañeros que van adelante”, “no dejemos que nos separen”, agregaba el profesor. Me pareció consecuente el llamado de mantenernos unidos y no dejar que aislaran a la cabeza de la marcha y me desprendí con un grupo, corriendo por la bifurcación del paso a dos niveles y gritando a todo pulmón junto a mis compañeros y compañeras, “U…U…U…U…”, hasta acercarnos al grupo que encabezaba la movilización.
Nos habían cercado. Los soldados habían cerrado la calle, sin ceder, por donde debería continuar alternativamente la movilización y los soldados que estaban enfrente del Hospital Rosales se dirigieron hacia el inicio de la bifurcación del paso a dos niveles. El profesor y yo nos contábamos entre los manifestantes que quedamos enfrente de los soldados, atrapados. Los rostros de piedra de los soldados eran expresión de su disciplina militar, de la humillante dureza con que toda dictadura militar educa en el “arte” de la represión. En los soldados se reflejaba una determinación brutal para repelernos a toda costa. No sabíamos en qué momento usarían sus fusiles...conforme gritábamos la tensión entre ellos y nosotros aumentaba. Aquellos segundos y minutos nos parecen suspendidos en el tiempo.
Estallaron disparos y un coctel molotov. Y se armó la de Troya. Los fusiles en manos de los soldados, que ya tenían un ángulo de menos de 45 grados dirigidos contra nosotros, empezaron con disparos al aire, pero a cada impacto, los soldados bajaban más el punto de mira de los fusiles, hasta apuntar y disparar directamente en contra de los manifestantes. “Nos están disparando” le comenté a mi amigo profesor. “No se preocupe que son balas de salva”, me respondió. “No son de salva” le refuté. Me pareció que el sonido de las balas de plomo, era diferente...más sólido y “seco”.
Enmedio de un intenso traqueteo y humazón, se divisiban como sombras del futuro estudiantes que corrían y caían. El tiroteo se iniciaba a unos tres metros, enfrente de nosotros, dimos la vuelta y yo salí corriendo en sentido contrario a donde provenían los disparos. “No corra que es peor”, me dijo el profesor. Como impactado por un rayo clavé mis plantas en el pavimento y pensando en lo peor, una ráfaga por la espalda, me sentí muy sereno, una amalgama de tranquilo y temerario, como ya lo he experimentado en otros momentos cruciales, tensos y decisivos de la vida. Parcimoniosamente viré mi cabeza hacia la izquierda. Parapetado en un poste de la esquina, divisé a un soldado que me apuntaba con su fusil…a punto de dispararme, creo. Por un instante no escuche la “tronazón” ni olfateé la humazón. Solo tenía oídos y nariz para el silencio y el olor a muerte. A pesar de la distancia y el caos, pausadamente le busqué la mirada del soldado, con una mirada seria, de reclamo, miré a la distancia sus ojos y su rostro. Nos separaban unos siete u ocho metros. Me le quedé viendo fijamente. No recuerdo que la mirada mía, estuviera inspirada en el temor, sino en la seguridad personal, exigiéndole simplemente que no me matara, con mi rostro adusto. Hay una especie de seguridad personal que se fundamenta en valores de justicia social y que le imprimen a las personas una serenidad, energía, seguridad y hasta cortesía y “don de mando”, en los momentos cruciales. El rostro del soldado, de tez blanca (por lo que se me antojó que era oriundo de Chalatenango, departamento bello y heroico, con una población que acusa el predominio español en el mestizaje) de golpe se puso rojo, como un fósforo y de golpe, también se encendió de pálidez, se puso blanco como un papel. Cuando lo vi pálido, me sentí confortado, imaginé que había calado por un momento infinito en su conciencia y que comprendía que lo que hacía no era justo, que no debía matarme. Me parecía una consecuencia lógica de la superioridad con que se siente una persona encarnando los valores de justicia. Y gradualmente, como un ser de metal, robotizado, pero sintiéndome con el alma de un ser humano supremo, un gran señor, reprimido pero con mucha dignidad, volteé mi cabeza y empecé a caminar pausadamente, a la par del profesor. Recordé las aflicciones de mi infancia cuando sentía “dormida” la cadera de la pierna derecha como presagio a las inyecciones prescritas en el tratamiento médico. Solo que esta vez esperaba ser cosido a balazos por la espalda.
Parece que a todos nos ocurre que no recordamos con tanto detalle actividades que ha desarrollado por días y por meses, como guardamos en la memoria detalles de los momentos decisivos de la vida. La pausada atravesada de una calle, el 30 de julio de 1975, la recuerdo con más detalle, por ejemplo, que un par de tensas caminatas que hice en el Volcán de San Salvador. En esa pausada caminata, que debe haber durado unos dos o tres minutos, recuerdo haber visto a quien posteriormente sería la Comandante Nidia Díaz, como protegiéndose de gases lacrimógenos, cerca de una pared. Y a otro compañero, que se me acercó, con un rostro, mezcla de incredulidad y terror, gritándome…”Nos están matando”. Quizás el compañero esperaba que yo hiciera algo, pensé…mi impotencia y estupefacción ante lo que estaba sucediendo, solamente me produjo una mueca. Y recuerdo otros compañeros que saltaban por el techo de un edificio, enfrente de nosotros. Ya ni me acordaba del soldado que me apuntaba, porque la miríada de mortales, intensos, estruendosos y humeantes sucesos desviaban a cada segundo la atención de todos.
Calle de por medio desde donde se parapetaba el soldado que me apuntó, había una casa convertida en un comercio en donde se vendía instrumental odontológico; en las escaleras de una especie de sótano de esta casa, sumido a medio cuerpo estaba un compañero a quien yo le había solicitado que se incorporara a la marcha. Este compañero era también un profesor de secundaria en un centro de enseñanza de una zona obrera, en donde yo también daba clases. El profesor de la Facultad de Economía y yo nos acercamos hacia él. “Tengo esquirlas en una pata”, nos dijo. “No puedo caminar”, agregó. “Esperate” le dijimos. Y el profesor y yo le hicimos una improvisada silla con nuestros brazos y lo sacamos “chineado” por la cuadra no cercada militarmente, que termina en la esquina nororiente del Hospital de Maternidad. Al llegar a la esquina, un ciudadano visiblemente indignado y solidario, a bordo de un microbús que tenía “logos” de una reconocida empresa nos dijo con tono de indignación: “los han reprimido…¿verdad?”. “Sí hombre”, le contestamos. “Déjenlo conmigo, yo lo llevo al Hospital”, solicitó. Así introducimos al compañero baleado en el microbús. Días después encontré al compañero, recuperado, y pensé que alguno de nosotros debió acompañarlo para asegurarse del ingreso al Hospital.
“Vamos a ver si hay otros compañeros que necesitan ayuda”, me dijo el profesor, después de dejar a mi compañero en el microbús. Yo me sentía agotado y preocupado…como si mi vida hubiera estado en un hilo. Pero pensé que el profesor tenía razón, que probablemente otros compañeros necesitaban de nuestra ayuda y caminamos, en torno a la manzana del Instituto Central de Señoritas y regresamos a la esquina, en donde estuvo apuntándome el soldado. Ya no estaba el cerco militar.
En la calle se observaban charcos de sangre, zapatos desperdigados; en los alrededores, gente estupefacta con mirada de indignación y dolor. Un camión del Ejército corrió sobre la calle que hacía unos minutos estaba bloqueada militarmente. El camión militar iba con el toldo descubierto en la parte trasera, raudo en dirección oriente enfrente del edificio del Seguro Social ante la mirada de decenas de personas. El toldo descubierto permitía ver el terrible “cargamento”: eran estudiantes “sentados” a las orillas de la cama del camión, con la cabeza caída, tambaleándose, muchos de ellos seguramente habían encontrado la muerte durante la reprimida manifestación o la encontrarían después en las instalaciones militares. Hurgando con ansias dirigí mi vista hacia el interior del camión para tratar de reconocer a alguien, alcancé a divisar la motocicleta de Jaime Baires, amigo mío, un profesor graduado en Francia y que en esa oportunidad afortunadamente, abandonó la motocicleta en la confusión del tiroteo. Unos años después, Jaime Baires aparecería asesinado, bañado con ácido, según reportaron.
Zapatos tirados, charcos de sangre, eran los mudos testigos del dolor y del terror, de la muerte…de la pureza en los ideales, en la entrega social, del coraje y de la determinación de un movimiento estudiantil. Esa tarde y en la noche no se porqué motivos no dejaban de retumbarme en la cabeza las notas de la Novena Sinfonía de Beethoven que aprendí a escucharla atentamente a instancias de mi padre, quien me explicaba destacando el profundo valor humano de la composición. Sentía que la escuchaba en el mas allá, en el futuro.
Murieron muchos compañeros; aunque no existe una cifra oficial, se asegura que fueron cerca de 50 los que murieron o desaparecieron. Entre los muertos, el Gobierno solamente reconoció al estudiante Roberto Miranda; era un compañero muy interesado en la investigación científica, lo conocí personalmente porque solicitaba mi asesoría para investigaciones sobre el movimiento campesino. Después me enteré que también era poeta al publicarse algunos de sus poemas en un periódico de la Universidad. El velorio de Roberto Miranda, se realizó en Soyapango, una zona de creciente industrialización considerada por ésa época como “el corazón industrial de Centroamérica”. Como un modesto recuerdo por su ejemplo, le dediqué a Roberto Miranda, mi primer trabajo de investigación publicado en la Revista Economía Salvadoreña.
Los sucesos del 30 de julio de 1975 deben recordarse siempre como una de las grandes batallas por la libertad y la democracia en El Salvador. Fué una de las tantas grandes contribuciones de la UES al proceso de construcción de una nueva sociedad democrática en El Salvador. El Ministro de Defensa era el Coronel Carlos Humberto Romero, posteriormente derrocado en 1979, siendo Presidente.
Ha pasado más de un cuarto de siglo, hay dolores y esperanzas eternos y para recordar esta deuda con quienes nos permiten seguir soñando en un futuro mejor ahora la vía se llama “Mártires del 30 de Julio”.
1. Generalidades sobre El Salvador y el movimiento de masas
2. Aproximaciones a la Universidad de El Salvador y la lucha social
3. La masacre de estudiantes del 30 de julio de 1975: un testimonio
I. Generalidades sobre El Salvador y el movimiento de masas
El Salvador es el país más pequeño, territorialmente hablando, de América Latina; uno de los más densamente poblados a principios del siglo XXI. Sus 21 mil kilómetros cuadrados abrigan a 6 millones y medio de habitantes. Más de 300 habitantes por kilómetro cuadrado.
El Salvador, ubicado en América Central y conservando sus tradicionales características de reducido territorio, alta densidad de población y alta concentración de la riqueza, saltó a las noticias mundiales en la década del 80 del siglo XX, cuando se generalizó la guerra civil. Fue todo un caso de estudio y una experiencia muy singular. ¿Cómo pudo surgir y desarrollarse un movimiento guerrillero en un país densamente poblado, sin montañas?. Era explicable la permanencia de la guerrilla más vieja de América Latina porque Colombia tiene tierras vírgenes en donde El Salvador cabe varias veces. Y en la única revolución triunfante y socialista del hemisferio occidental y que permanece hasta la fecha en América Latina y el Caribe, la de Cuba, el papel de “la montaña” para la victoria de la guerrilla fue crucial: en la Sierra Maestra se inició, potencializó y consolidó el movimiento guerrillero que después tomó las ciudades. La Revolución Sandinista, que triunfó en América Central derrocando la dictadura de Anastasio Somoza, tuvo su cuerpo guerrillero protegido en inmensas extensiones de inhóspita selva.
De manera que en El Salvador la extensión territorial reducida y alta densidad de población determinaron el surgimiento de un movimiento guerrillero con alto contenido urbano y suburbano, conectado en lo rural con grandes segmentos del movimiento campesino. No se quiere decir que “la montaña” no tuvo un papel importante en el transcurso de la guerra en El Salvador, lo que se quiere señalar es que “los cerros”, como se dice en El Salvador, no tuvieron la misma función de inaccesibilidad y cobertura que tuvieron en otras experiencias guerrilleras. En El Salvador no se podía ni siquiera pensar en un movimiento guerrillero que no estuviera fundido con la masa desde sus inicios. Y fue inusitado el crecimiento del movimiento guerrillero en un país pequeño en donde el Ejército podía llegar a cualquier punto geográfico en cuestión de un par de horas.
En El Salvador se sustituyó la selva por la masa soaial. La masa, el conjunto de habitantes empobrecidos en el campo y la ciudad se convirtieron en el refugio, el alimento, los ojos y oídos, el cuerpo social del cerebro revolucionario, el bosque y los árboles en que se desenvolvía la guerrilla. Por eso la experiencia del movimiento de masas en El Salvador es muy particular: es un movimiento de masas fundido con el movimiento insurgente de una manera muy estrecha; y esto es determinante para un movimiento guerrillero, tanto, que algunos analistas señalan que fue el vacío de apoyo social lo que hizo que la experiencia del Ché Guevara en Bolivia no fuera victoriosa.
En El Salvador de la década del 80 prácticamente se libraba un combate social mortal cuerpo a cuerpo todos los días. Una masa de civiles desarmados o armados con grandes desventajas que adquiría firmeza en la confrontación por la estructura ósea de la guerrilla. La masa civil convivía y luchaba con experimentados y crueles organismos militares y paramilitares entrenados y especializados en la represión durante más de medio siglo con la asistencia de la potencia más grande del planeta. En El Salvador de la década del 70 existía toda una organización nacional fogueada en la represión militar durante más de cinco décadas de “moderna” dictadura militar: Ejército, Guardia Nacional, Policía Nacional, Policía de Hacienda y organizaciones paramilitares legales como la Organización Democrática Nacionalista, ORDEN o ilegales como la Mano Blanca o los fatídicos Escuadrones de la Muerte. A este aparato militar y para militar le hacían frente cinco organizaciones guerrilleras que posteriormente se fundieron organizando el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, FMLN. El nombre del “Frente” está inspirado en Farabundo Martí líder movimiento revolucionario fusilado después de la derrota de la insurrección de 1932 en El Salvador. Farabundo Martí fue estudiante de Derecho en la Universidad de El Salvador y también Secretario de Augusto César Sandino, el líder revolucionario de Nicaragua.
La desproporción de la lucha militar en El Salvador de las décadas del 70 y del 80 del siglo XX era obvia: un cuerpo militar oficial de cerca de 30 mil efectivos aproximadamente, aparte de los paramilitares contra organizaciones guerrilleras que en el mejor de los casos tenían unos 3 mil militantes. Pero estas organizaciones guerrilleras se pudieron desarrollar gracias a su vínculo con la masa social. El movimiento de masas y el movimiento guerrillero no eran lo mismo pero estaban relacionados en el proceso de oposición al régimen, diferenciadas pero complementadas la lucha militar guerrillera y la lucha civil de masas. Y al interior las organizaciones de masas se ramificaban por sectores sociales: los estudiantes de secundaria, los estudiantes universitarios, los campesinos, los obreros, el magisterio, los profesores universitarios, las cooperativas y otros. Estas organizaciones de masas incidían individual o asociadamente en la conducción de los procesos de lucha social: desde huelgas y reclamos legales hasta demostraciones, manifestaciones y violencia de calle. La energía social de estos movimientos de masas, tenía como combustible la injusticia en la distribución de la riqueza, eran sectores empobrecidos o en proceso de empobrecimiento.
Hay que recordar que El Salvador ha sido un país en donde tradicionalmente ha existido una de las más altas concentraciones del ingreso en América Latina, ya reconocida por la gravedad de la disparidad social. En El Salvador, el Censo de Población de 1930, por ejemplo, recopilaba el sorprendente dato de la concentración de medios de producción: el 8% del millón y medio de habitantes de la época era propietario de medios de producción y el 92% de la población pertenecía a la clase de los deposeídos de medios de producción. Fue el único censo, que registró esta división de acuerdo a la posesión de medios de producción. Esta situación de polarización social se ha conservado en El Salvador; para la década del 80, se había agudizado, pasando de las luchas por reivindicaciones puramente económicas y sociales a la desobediencia civil y posteriormente a la lucha militar con el surgimiento sistemático de la guerrilla a principios de la década del 70. La guerrilla se transformó de grupos guerrilleros dispersos en agrupaciones político-militares que tuvieron capacidad de sostener una guerra civil generalizada en la década del 80. Era resultante de la lucha social y política que originó el proceso de industrialización de la década del 60 y del 70: más obreros empobrecidos, más campesinos sin tierra, más profesionales con bajos salarios, más empresarios marginados y quebrados por las grandes empresas y concentración de tierras que pertenecen a las periodísticamente acuñadas 14 familias.
La masacre de estudiantes universitarios el 30 de julio de 1975 en El Salvador es uno de los episodios destacados de la lucha del movimiento de masas.
II. La Universidad de El Salvador y la lucha social
El amanecer del 30 de julio de 1975 en El Salvador fue socialmente tenso. Parecía que todo ciudadano respiraba un aire pesado, con olor a muerte y a futuro. La sociedad estaba informada por los medios de comunicación de masas (radio, prensa, televisión) y por la experiencia de la represión pasada y presente de una dictadura militar que tenía casi medio siglo, que algo grave ocurriría en la Universidad de El Salvador.
Desde el sofocamiento de la insurrección de campesinos, indígenas y proletarios del campo y la ciudad en 1932 que contabilizó cerca de 30 mil muertos, el país había vivido siempre bajo una dictadura militar, que abiertamente ejercía por turnos de graduados en la Escuela Militar y por golpes de Estado, la alternancia en el poder gubernamental. Cerradas las vías de la expresión democrática, la sociedad en su conjunto encontraba en la única Universidad del país una forma de respirar aires de democracia, inmersa en el asfixiante mundo represivo.
La Universidad de El Salvador acogía el pensamiento y la práctica democrática, en contra de la dictadura y era una Institución que tenía toda una tradición de lucha. Fundada en 1847, la primera reforma de la Universidad fue realizada en contra del clero tradicional por el prócer nacional Capitán General Gerardo Barrios quien introdujo el laicismo en la enseñanza; desde entonces la Universidad de El Salvador ha tenido una convulsa evolución en la que institucionalmente han predominado posiciones liberales y de izquierda, pese a cortos períodos de dominio conservador y de derecha. En el seno de la Universidad se gestaron las luchas contra el incremento de pasajes en tranvías y se formaron académicamente líderes de la insurrección del 32, como Martí, Luna y Zapata hasta líderes del movimiento guerrillero que se desarrolló a principios de la década del 70, como los estudiantes de Economía Felipe Peña Mendoza y de Sociología Rafael Arce Zablah.
La Universidad de El Salvador había sido una especie de “conciencia crítica” de sucesivos gobiernos dictatoriales militares y sus estudiantes principalmente, participaban de muchas formas en la crítica del “status quo”: los estudiantes hacían “desfiles bufos” en los que se ridiculizaban a los gobernantes de turno y que eran una especie de “fiestas populares”; participaban en el apoyo jurídico y solidario en huelgas y demostraciones en contra del Gobierno.
En la UES, se respetaba y se acogía a la “gente de izquierda”, a marxistas y progresistas y a los pobres que deambulaban en su campus buscando protección política, económica y jurídica. Naturalmente, como Institución del Estado la Universidad acogía a todas las corrientes de pensamiento y acción pero en su seno ha predominado el pensamiento de izquierda. Por su inclinación hacia corrientes de pensamiento social progresista la UES ya había sufrido una intervención militar en 1972; entre los pasajes oscuros o mejor dicho claros de lo que significa una intervención militar en una Universidad, hay que recordar que se ocasionó una especie de “reparto del botín de guerra” que constituyó un abierto saqueo sistemático de los equipos e instalaciones, se vendían incluso en los alrededores de la misma Universidad, libros, máquinas de escribir, equipos de laboratorios, vidrios y ventanas. Como parte de la intervención militar en 1972, fueron capturados y enviados al exilio en la Nicaragua del dictador Anastasio Somoza las autoridades progresistas de la Universidad encabezadas por su Rector, el economista Rafael Menjívar, posteriormente fueron acogidos por la fraternal Costa Rica. Después de la intervención militar del campus de la Universidad en 1972, se inició una nueva etapa de persecución por parte de la dictadura contra dirigentes políticos, entre los que se contaban profesores universitarios, además de estudiantes. Cuando el campus militarizado fue abierto nuevamente, se encomendó la dirección a profesionales adeptos a la dictadura militar agrupados en el llamado Consejo de Administración Provisional de la Universidad de El Salvador, CAPUES.
La intervención militar de la UES se interpretó por vastos sectores de la población como un agravio al honor nacional. Se radicalizó el accionar estudiantil en contra del aparato interventor. La furia estudiantil no era sino una de las manifestaciones de la furia social. El movimiento campesino, de maestros, los obreros y sus sindicatos, radicalizaba sus formas de lucha debido a la agobiante situación de pobreza en que culminaron años de exclusión social impulsados al calor de la industrialización de la década del 60. Era una “ola roja” creciente, devastadora, del movimiento popular, y en ella se encontraba inmerso el movimiento estudiantil universitario.
III. La masacre de estudiantes universitarios: un testimonio
Días antes del 30 de julio de 1975, el Gobierno y especialmente el Ministerio de Defensa habían estado advirtiendo por la prensa radial, escrita y televisada del país, que la anunciada marcha de estudiantes universitarios programada para ése día no debería realizarse y que “actuarían con todo el peso de la ley en contra de toda alteración del orden público”. Esto se decía siempre que se anunciaba una represión usualmente sangrienta…pero el 30 de julio esas palabras sonaban especialmente fatídicas, probablemente porque era evidente el grado de confrontación masiva que se avecinaba.
Un helicóptero militar sobrevolaba el campus de la UES. Abajo, los preparativos para la marcha eran febriles. Entrando la tarde se inició la convocatoria por medio de los parlantes instalados en las azoteas de algunos de los principales edificios del campus, por los megáfonos que portaban los encargados de la agitación e invitaciones a gritos a formar las filas de la marcha. Mantas y pancartas aparecieron. Dos filas de uno en fondo bordeando las aceras y en el centro de la calle decenas de mantas y pancartas colgadas de centenares de manos, denunciando los atropellos y represiones de la dictadura militar. Distribución de volantes, como quien suelta millares de palomas mensajeras de un solo golpe. Gradualmente, muchos estudiantes con un nudo en la garganta, un vacío en el estómago y un rostro de piedra que reflejaba indignación se fueron incorporando a la marcha. A los ojos de los tripulantes del helicóptero debimos parecernos a una concentración de las hormigas llamadas “marabuntas”, solamente que en la selva salvadoreña, plagada de gorilas. Se notaba que la gran mayoría de la gente que participaba “sacaba fuerzas de flaqueza”, éramos civiles contra militares y los militares ya habían anunciado que usarían su armamento para impedir la marcha estudiantil. No se les pagaba por participar a los manifestantes, el pago podría ser la muerte, una apaleada, la comidilla intensa que invade ojos, oídos, nariz y garganta al aspirar el gas lacrimógeno o por lo menos la angustia eterna de quedar fichado por algún “oreja” o soplón infiltrado que remitiría la información a los fatídicos “escuadrones de la muerte”.
La pureza juvenil tenía uno de sus mejores momentos de expresión como fuerza física, succionando fuerzas de los más puros y nobles sentimientos de justicia de la masa universitaria que se manifestaba en contra del gobierno. Creo que todos sentíamos que nos integrábamos a una marcha de protesta, con la muerte caminando y gritando a nuestro lado. Nadie esperaba premios ni estatuas por ello; el mejor premio era la confianza en que cada familia y amigos comprenderían los justos motivos del sufrimiento que ocasionaría la pérdida de un ser estimado y amado. En ese momento toda la educación familiar y moral de cada manifestante se materializaba: cada manifestante sentía que paso en la marcha era una reafirmación de altos valores de respeto al trabajo, honestidad y justicia y la entereza moral para defenderlos y difundirlos. Seguramente estos fueron los últimos pensamientos que tuvieron los compañeros y compañeras que dolorosamente murieron o “desaparecieron” durante la represión que conllevó la marcha. Ahora comprendemos como es que se muere sin morir, pues las fecundas vidas que fueron segadas el 30 de julio de 1975 verdaderamente se reencarnaron en la vida la Universidad de El Salvador y en el proceso democrático del país.
A los gritos colectivos de “únete” muchos estudiantes, profesores y gente que observaba la marcha se fueron incorporando. Al pasar por el edificio de la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales, vi a un conocido político de izquierda ahora en la palestra nacional, solamente observándonos. No sé si él se incorporó después, pero en ése momento sentí una consecuente superioridad y la actitud de observador de él me dió más fuerzas para seguir en la marcha.
La tensa algarabía de la marcha, gritando consignas y canciones de crítica al Gobierno, hacía menos pesado el atardecer. Se nos parecía a un festejo por la consecuencia con que la Universidad de El Salvador, ha defendido, defiende y defenderá la justicia y la democracia. La tensión aumentaba en la misma proporción en que nos alejábamos de la ciudad universitaria, nuestro refugio moral, intelectual y material. La sección de la marcha en que yo iba, ya había recorrido un considerable trecho desde el campus de la Universidad, saliendo por la “entrada de Derecho” y bordeando la Escuela España, y luego doblando sobre la 25 Avenida Norte, hasta cerca de la Fuente Luminosa.
El río humano, comenzó a estancarse. Corrientes de personas integradas a la marcha, empezaron a seguir la dirección opuesta, un signo inequívoco del peligro de la represión militar en los tramos siguientes de la ruta. Muchos decidimos continuar el rumbo de la marcha. Probablemente sentíamos que una coraza de nuestra resuelta lucha por la dignidad, nos protegía de las fricciones entre personas que se quedaban observando y otras que iniciaban un pausado o presuroso retiro. Nos fuimos acercando hasta llegar a la altura de la entrada del Externado de San José, el distinguido colegio de Jesuitas en donde recibió educación por un tiempo, el poeta nacional Roque Dalton.
Yo pude divisar, desde ahí, un manto verde de uniformes militares, tendido una media cuadra enfrente del Hospital Rosales. No distinguí a esa distancia si eran soldados o Guardias Nacionales. El temor civil era especialmente punzante cuando se trataba de Guardias Nacionales. La Guardia Nacional era un cuerpo selecto de represión fogueado en el “mantenimiento del orden en el campo”, adquirió un gran desarrollo después de la represión de 1932. Autoritarios y arbitrarios...la gente decía con humor negro que los guardias nacionales mataban primero y después preguntaban, expertos en golpes y tiros, iniciaban capturas hasta por malas miradas y dudaban de todo ciudadano; a falta de “esposas” ataban los dedos pulgares de los campesinos y civiles detenidos con “cordeles” o pitas hasta que los dedos se pusieran morados. La Guardia Nacional era más temida que el mismo Ejército, pues estaban físicamente y moralmente preparados y seleccionados para reprimir de la manera más cruel e insensible. Este cuerpo de represión desapareció con los Acuerdos de Paz firmados en 1992.
Al observar el tapón verde bloqueando la ruta anunciada de la marcha estudiantil la masa manifestante frenó. En la punta la marcha comenzó a convertirse en un gran racimo de gente, que se desgajaba poco a poco y buscaba otras salidas. Y un grupo desvió la ruta, en el llamado “paso a dos niveles” enfrente del edificio del Instituto Salvadoreño del Seguro Social, ISSS. Pero fue ineludible el choque pues los militares también bloquearon la ruta alternativa que siguió la marcha.
“Mantengámonos unidos” gritaba un profesor universitario en la bifurcación del paso a dos niveles, agitando las manos para animar a los indecisos a unirse con el grupo que iba a la cabeza de la marcha y que se encontraba aislado enfrente de los soldados. “No dejemos solos a los compañeros que van adelante”, “no dejemos que nos separen”, agregaba el profesor. Me pareció consecuente el llamado de mantenernos unidos y no dejar que aislaran a la cabeza de la marcha y me desprendí con un grupo, corriendo por la bifurcación del paso a dos niveles y gritando a todo pulmón junto a mis compañeros y compañeras, “U…U…U…U…”, hasta acercarnos al grupo que encabezaba la movilización.
Nos habían cercado. Los soldados habían cerrado la calle, sin ceder, por donde debería continuar alternativamente la movilización y los soldados que estaban enfrente del Hospital Rosales se dirigieron hacia el inicio de la bifurcación del paso a dos niveles. El profesor y yo nos contábamos entre los manifestantes que quedamos enfrente de los soldados, atrapados. Los rostros de piedra de los soldados eran expresión de su disciplina militar, de la humillante dureza con que toda dictadura militar educa en el “arte” de la represión. En los soldados se reflejaba una determinación brutal para repelernos a toda costa. No sabíamos en qué momento usarían sus fusiles...conforme gritábamos la tensión entre ellos y nosotros aumentaba. Aquellos segundos y minutos nos parecen suspendidos en el tiempo.
Estallaron disparos y un coctel molotov. Y se armó la de Troya. Los fusiles en manos de los soldados, que ya tenían un ángulo de menos de 45 grados dirigidos contra nosotros, empezaron con disparos al aire, pero a cada impacto, los soldados bajaban más el punto de mira de los fusiles, hasta apuntar y disparar directamente en contra de los manifestantes. “Nos están disparando” le comenté a mi amigo profesor. “No se preocupe que son balas de salva”, me respondió. “No son de salva” le refuté. Me pareció que el sonido de las balas de plomo, era diferente...más sólido y “seco”.
Enmedio de un intenso traqueteo y humazón, se divisiban como sombras del futuro estudiantes que corrían y caían. El tiroteo se iniciaba a unos tres metros, enfrente de nosotros, dimos la vuelta y yo salí corriendo en sentido contrario a donde provenían los disparos. “No corra que es peor”, me dijo el profesor. Como impactado por un rayo clavé mis plantas en el pavimento y pensando en lo peor, una ráfaga por la espalda, me sentí muy sereno, una amalgama de tranquilo y temerario, como ya lo he experimentado en otros momentos cruciales, tensos y decisivos de la vida. Parcimoniosamente viré mi cabeza hacia la izquierda. Parapetado en un poste de la esquina, divisé a un soldado que me apuntaba con su fusil…a punto de dispararme, creo. Por un instante no escuche la “tronazón” ni olfateé la humazón. Solo tenía oídos y nariz para el silencio y el olor a muerte. A pesar de la distancia y el caos, pausadamente le busqué la mirada del soldado, con una mirada seria, de reclamo, miré a la distancia sus ojos y su rostro. Nos separaban unos siete u ocho metros. Me le quedé viendo fijamente. No recuerdo que la mirada mía, estuviera inspirada en el temor, sino en la seguridad personal, exigiéndole simplemente que no me matara, con mi rostro adusto. Hay una especie de seguridad personal que se fundamenta en valores de justicia social y que le imprimen a las personas una serenidad, energía, seguridad y hasta cortesía y “don de mando”, en los momentos cruciales. El rostro del soldado, de tez blanca (por lo que se me antojó que era oriundo de Chalatenango, departamento bello y heroico, con una población que acusa el predominio español en el mestizaje) de golpe se puso rojo, como un fósforo y de golpe, también se encendió de pálidez, se puso blanco como un papel. Cuando lo vi pálido, me sentí confortado, imaginé que había calado por un momento infinito en su conciencia y que comprendía que lo que hacía no era justo, que no debía matarme. Me parecía una consecuencia lógica de la superioridad con que se siente una persona encarnando los valores de justicia. Y gradualmente, como un ser de metal, robotizado, pero sintiéndome con el alma de un ser humano supremo, un gran señor, reprimido pero con mucha dignidad, volteé mi cabeza y empecé a caminar pausadamente, a la par del profesor. Recordé las aflicciones de mi infancia cuando sentía “dormida” la cadera de la pierna derecha como presagio a las inyecciones prescritas en el tratamiento médico. Solo que esta vez esperaba ser cosido a balazos por la espalda.
Parece que a todos nos ocurre que no recordamos con tanto detalle actividades que ha desarrollado por días y por meses, como guardamos en la memoria detalles de los momentos decisivos de la vida. La pausada atravesada de una calle, el 30 de julio de 1975, la recuerdo con más detalle, por ejemplo, que un par de tensas caminatas que hice en el Volcán de San Salvador. En esa pausada caminata, que debe haber durado unos dos o tres minutos, recuerdo haber visto a quien posteriormente sería la Comandante Nidia Díaz, como protegiéndose de gases lacrimógenos, cerca de una pared. Y a otro compañero, que se me acercó, con un rostro, mezcla de incredulidad y terror, gritándome…”Nos están matando”. Quizás el compañero esperaba que yo hiciera algo, pensé…mi impotencia y estupefacción ante lo que estaba sucediendo, solamente me produjo una mueca. Y recuerdo otros compañeros que saltaban por el techo de un edificio, enfrente de nosotros. Ya ni me acordaba del soldado que me apuntaba, porque la miríada de mortales, intensos, estruendosos y humeantes sucesos desviaban a cada segundo la atención de todos.
Calle de por medio desde donde se parapetaba el soldado que me apuntó, había una casa convertida en un comercio en donde se vendía instrumental odontológico; en las escaleras de una especie de sótano de esta casa, sumido a medio cuerpo estaba un compañero a quien yo le había solicitado que se incorporara a la marcha. Este compañero era también un profesor de secundaria en un centro de enseñanza de una zona obrera, en donde yo también daba clases. El profesor de la Facultad de Economía y yo nos acercamos hacia él. “Tengo esquirlas en una pata”, nos dijo. “No puedo caminar”, agregó. “Esperate” le dijimos. Y el profesor y yo le hicimos una improvisada silla con nuestros brazos y lo sacamos “chineado” por la cuadra no cercada militarmente, que termina en la esquina nororiente del Hospital de Maternidad. Al llegar a la esquina, un ciudadano visiblemente indignado y solidario, a bordo de un microbús que tenía “logos” de una reconocida empresa nos dijo con tono de indignación: “los han reprimido…¿verdad?”. “Sí hombre”, le contestamos. “Déjenlo conmigo, yo lo llevo al Hospital”, solicitó. Así introducimos al compañero baleado en el microbús. Días después encontré al compañero, recuperado, y pensé que alguno de nosotros debió acompañarlo para asegurarse del ingreso al Hospital.
“Vamos a ver si hay otros compañeros que necesitan ayuda”, me dijo el profesor, después de dejar a mi compañero en el microbús. Yo me sentía agotado y preocupado…como si mi vida hubiera estado en un hilo. Pero pensé que el profesor tenía razón, que probablemente otros compañeros necesitaban de nuestra ayuda y caminamos, en torno a la manzana del Instituto Central de Señoritas y regresamos a la esquina, en donde estuvo apuntándome el soldado. Ya no estaba el cerco militar.
En la calle se observaban charcos de sangre, zapatos desperdigados; en los alrededores, gente estupefacta con mirada de indignación y dolor. Un camión del Ejército corrió sobre la calle que hacía unos minutos estaba bloqueada militarmente. El camión militar iba con el toldo descubierto en la parte trasera, raudo en dirección oriente enfrente del edificio del Seguro Social ante la mirada de decenas de personas. El toldo descubierto permitía ver el terrible “cargamento”: eran estudiantes “sentados” a las orillas de la cama del camión, con la cabeza caída, tambaleándose, muchos de ellos seguramente habían encontrado la muerte durante la reprimida manifestación o la encontrarían después en las instalaciones militares. Hurgando con ansias dirigí mi vista hacia el interior del camión para tratar de reconocer a alguien, alcancé a divisar la motocicleta de Jaime Baires, amigo mío, un profesor graduado en Francia y que en esa oportunidad afortunadamente, abandonó la motocicleta en la confusión del tiroteo. Unos años después, Jaime Baires aparecería asesinado, bañado con ácido, según reportaron.
Zapatos tirados, charcos de sangre, eran los mudos testigos del dolor y del terror, de la muerte…de la pureza en los ideales, en la entrega social, del coraje y de la determinación de un movimiento estudiantil. Esa tarde y en la noche no se porqué motivos no dejaban de retumbarme en la cabeza las notas de la Novena Sinfonía de Beethoven que aprendí a escucharla atentamente a instancias de mi padre, quien me explicaba destacando el profundo valor humano de la composición. Sentía que la escuchaba en el mas allá, en el futuro.
Murieron muchos compañeros; aunque no existe una cifra oficial, se asegura que fueron cerca de 50 los que murieron o desaparecieron. Entre los muertos, el Gobierno solamente reconoció al estudiante Roberto Miranda; era un compañero muy interesado en la investigación científica, lo conocí personalmente porque solicitaba mi asesoría para investigaciones sobre el movimiento campesino. Después me enteré que también era poeta al publicarse algunos de sus poemas en un periódico de la Universidad. El velorio de Roberto Miranda, se realizó en Soyapango, una zona de creciente industrialización considerada por ésa época como “el corazón industrial de Centroamérica”. Como un modesto recuerdo por su ejemplo, le dediqué a Roberto Miranda, mi primer trabajo de investigación publicado en la Revista Economía Salvadoreña.
Los sucesos del 30 de julio de 1975 deben recordarse siempre como una de las grandes batallas por la libertad y la democracia en El Salvador. Fué una de las tantas grandes contribuciones de la UES al proceso de construcción de una nueva sociedad democrática en El Salvador. El Ministro de Defensa era el Coronel Carlos Humberto Romero, posteriormente derrocado en 1979, siendo Presidente.
Ha pasado más de un cuarto de siglo, hay dolores y esperanzas eternos y para recordar esta deuda con quienes nos permiten seguir soñando en un futuro mejor ahora la vía se llama “Mártires del 30 de Julio”.
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